Lucía eligió el apartamento porque el casero tenía una cicatriz que le partía la ceja y no hizo preguntas cuando le dio seis meses en efectivo. Eso le gustó. Gente que no pregunta.
El test mostró dos líneas. Guardó el palito de plástico en el cajón junto a la estufa porque no sabía qué más hacer con él. Dieciocho meses de grabar videos en almacenes donde nunca veías las ventanas habían pagado el depósito. Suficiente para alejarse de las cámaras y de tipos cuyo aliento olía a bourbon barato mezclado con menta.
Ella tomo un catálogo de IKEA. Dobló la página con la cuna blanca mientras comía fideos instantáneos fríos porque todavía no había comprado gas. Pensó en nombres. Mateo sonaba bien. Emma también.
Le dijo al vientre plano que todo iba a estar bien, pero ni ella se lo creyó.
Algo se movió en la esquina del techo.
Miró directo. Nada ahí. Pero había visto algo retraerse, estaba segura.
Llamó a su madre y colgó tres veces antes de dejar que sonara.
—¿Sí?
—Soy yo.
Pausa larga. Respiración.
—Lucía.
—Tengo tres meses.
Otra pausa. Esta peor.
—¿De quién es?
—Ya no importa.
—¿Qué significa eso?
—Significa que ya no hago eso. Que voy a quedármelo.
Su madre no dijo nada durante tanto tiempo que Lucía pensó que había colgado.
—¿Dónde estás?
—En algún lugar seguro.
—Eso no es una respuesta.
—Es la única que tengo.
Colgó antes de que su madre pudiera seguir hablando. Bloqueó el número con manos que temblaban más de lo que debería.
En la esquina del techo, definitivamente algo negro con demasiadas patas se escondió cuando volvió a mirar.
El bebé empezó a moverse a las tres semanas.
Imposible. Los doctores dicen que no sientes nada hasta el cuarto mes. Pero ahí estaba, un empujón desde adentro. No suave. Era como si algo presionara con un dedo buscando espacio.
Puso la mano en el vientre. Algo empujó contra su palma.
La habitación giró cuando se sentó demasiado rápido. Cuando dejó de girar, la araña estaba en la pared frente a ella. Grande como un plato hondo. Tenía ojos en filas, algunos grandes, otros diminutos, todos mirándola.
Gritó y lanzó lo primero que agarró—una almohada—pero atravesó la araña como si no existiera.
Excepto que seguía ahí. Mirándola.
Cerró los ojos y contó. Cuando abrió, la araña se había ido pero quedaba una mancha verde húmeda en la pared que olía raro. Dulce y podrido al mismo tiempo.
A las cinco semanas las palabras empezaron a fallarle.
Estaba en la tienda pidiendo leche pero su boca dijo:
—La cosa blanca… de vaca…
El tipo del mostrador la miró como miran a la gente que habla sola en el metro.
Esa noche se cepilló los dientes frente al espejo y cuando abrió la boca sus dientes se movían. Apenas perceptible, como si respiraran.
Se acercó más. Cada diente tenía ojos. Diminutos puntos negros brotando de la superficie. Todos parpadeando al mismo tiempo.
Cerró la boca tan fuerte que le dolió la mandíbula.
Cuando volvió a mirar—porque tenía que confirmar que estaba loca—sus dientes eran normales.
Pero había una araña en su lengua. Chiquita, del tamaño de su uña del meñique. Con ocho ojos dispuestos en círculo.
La araña la miró.
Tragó. Sintió algo bajar por la garganta.
A las seis semanas había una araña viviendo en el techo. Grande, con dieciocho ojos. Lucía la llamaba La Guardiana porque era más fácil que aceptar que estaba teniendo alucinaciones permanentes.
Un día un repartidor golpeó la puerta durante cinco minutos seguidos. La Guardiana hizo un sonido—algo entre chasquido y chirrido—y el tipo se fue corriendo. Lucía lo vio desde la ventana. El hombre miró hacia atrás con cara de haber visto algo que no debía.
Su vientre creció demasiado rápido. A las diez semanas parecía de seis meses. La piel tan estirada que podía ver sombras moviéndose adentro. Sombras con ángulos que no eran de bebé.
Fue al doctor una vez más. La doctora puso el ultrasonido, miró la pantalla, y no dijo nada durante quince segundos. Luego apagó la máquina.
—Espera aquí—dijo con voz rara—. Vuelvo enseguida.
Lucía se vistió y salió antes de que regresara.
—–
A las doce semanas olvidó cómo funcionaban los verbos.
Intentó pedir sal en el súper.
—Sal yo necesitar por favor.
La cajera frunció el ceño.
—¿Estás bien?
Lucía intentó decir “sí” pero su boca hizo un sonido de chasquido. Como mandíbulas cerrándose en vacío.
Esa noche se miró los dientes por última vez.
Cada uno era una araña. Ya no tenían forma de dientes. Eran cuerpos blancos con ojos negros que se retorcían en las encías.
No volvió a mirarse a la boca.
Su teléfono sonó. “Mamá” en la pantalla.
Lo miró treinta segundos. Extendió la mano pero no pudo agarrarlo. ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo le iba a explicar que tenía arañas en lugar de dientes?
Dejó que sonara hasta que dejó de sonar.
El dolor llegó a las catorce semanas.
Se despertó sintiendo algo apretándose adentro. Como hilos enrollándose alrededor de todo.
Su vientre se movió. No patadas. Olas. Ocho bultos empujando al mismo tiempo desde adentro.
Abrió la boca para gritar.
Las arañas que eran sus dientes empezaron a bajar por su garganta. Una por una. Podía sentir cada cuerpo duro arrastrándose hacia abajo.
No salió ningún sonido.
Cayó del colchón al piso.
Las arañas descendieron de las paredes. La Guardiana primero. Pero otras llegaron después. Diferentes.
Estas tenían párpados en los ojos. Parpadeaban sin ritmo, como si imitaran algo que habían visto antes. Y donde debía estar la boca tenían lentes. Pequeños círculos de vidrio incrustados en la quitina, algunos rojos como si estuvieran grabando, otros oscuros y apagados.
Y adentro de cada lente había más ojos. Ojos mirando hacia afuera. Ojos mirando hacia adentro. Todos parpadeando en secuencias que Lucía reconocía—el ritmo exacto de las luces LED de las cámaras en aquellos almacenes. Rojo. Negro. Rojo. Negro. Grabando. Siempre grabando.
La primera trepó por su pierna. El lente en su boca se encendió en rojo. Un zumbido mecánico diminuto. El sonido que hacían las cámaras baratas cuando empezaban a grabar.
Más vinieron.
Una llegó a su cara y se paró sobre su boca.
Intentó respirar.
Las arañas tapaban su nariz. Se metían en sus oídos. Cuando abrió la boca para tomar aire solo entraron más, amontonándose en su lengua, bajando por su garganta.
Sus pulmones ardían. Cada vez que intentaba inhalar empujaba más arañas adentro. Se acumulaban en su tráquea como tapón.
Todas las lentes en todas las arañas parpadeaban en rojo ahora. El zumbido colectivo llenaba su cabeza. El sonido de ser observada. El sonido de ser grabada. El sonido de cientos de ojos que nunca dejaban de mirar.
El corazón le latía tan rápido que le dolía.
Intentó toser, escupir, vomitar.
Nada funcionaba.
El cuarto empezó a oscurecerse en pulsos.
Su teléfono vibró en el piso.
Mamá
La llamada entró. Vibró tres veces.
Intentó alcanzarlo. Sus dedos se movieron un poco. Pararon.
La Guardiana se inclinó sobre ella. En el centro de su cuerpo había un lente más grande que los otros. Y adentro de ese lente Lucía vio algo que la hizo dejar de luchar.
Se vio a sí misma.
No ahora. Antes. En aquel almacén con las paredes grises y las luces que nunca eran suficientes. Vio su propia cara mirando fijamente a la cámara con ojos vacíos mientras alguien le decía que sonriera. Vio las marcas en sus brazos donde los dedos apretaban demasiado fuerte. Vio la forma en que se encogía cada vez que una puerta se abría.
Y detrás de esa imagen había otra. Y otra. Y otra. Cientos de versiones de sí misma apiladas como fotogramas en una película, todas observándola ahora desde los lentes de las arañas.
Todas las veces que había dicho que sí cuando quería decir no.
Todas las veces que había fingido estar bien.
Todas las veces que había dejado que pasara porque necesitaba el dinero.
Todo grabado. Todo observado. Todo conservado en esos ojos de vidrio que nunca olvidaban.
Dejó de moverse.
Sus pulmones dejaron de intentar.
Las arañas siguieron cubriéndola mucho después de que se quedó quieta, sus lentes parpadeando en rojo en la oscuridad del apartamento.
El teléfono dejó de vibrar. La llamada se perdió.
Y adentro de su vientre algo empezó a empujar hacia afuera.
Pero ya no había nadie despierto para sentirlo.
Solo las arañas mirando en silencio.
Grabando.
Como siempre.
Hey! ¿Cómo estás? Veo que estás demostrando el suficiente interés sobre mí para entrar a mi perfil, que descortés de mi parte el no haberme presentado, Mis siglas son T.A., si me conoces en la vida real, ¡comprende que esto es una medida para que cibercriminales no me rastreen! Bien, supongo que debo contarte cosas sobre mí, mm. Nací el 22 de enero de 2010, mi autor favorito es HP. Lovecraft, soy paraguayo, quiero estudiar en el extranjero, eh, ¿es difícil hablar sobre uno mismo?, ¿no crees? Me gusta el ajedrez, la oratoria me encanta, escribo desde los 14 años a escondidas, me gusta mucho la tecnología, me gusta la humanidad, y no mucho más, supongo que puedes conocerme más si lees mis ensayos, mis historias no reflejan tan bien a mi ser porque no hago self-insert. De todas maneras, ¡gracias por estar en esta página perdida por el basto internet!
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