La noche se había vuelto un aliento demasiado pesado. Rocafierra dormía bajo la montaña como un niño que se ahoga en sueños, y la niebla causada por la humedad se arrastraba por las calles empedradas. Entonces, el silencio de la noche se partió en dos.
Una sombra azul se desplegó sobre las casas. Tenebrius descendió —no voló, descendió—, y cada batida de sus alas dejó una estela de estrellas que se apagaban antes de tocar el suelo. Treinta metros de escamas que parecían cristal de medianoche, cada una cruzada por venas de plata líquida. Cuando posó las garras, las baldosas se partieron con un chasquido seco, como huesos de aves.
Los perros fueron los primeros en sentirlo. Ladraron una sola vez; después se arrastraron debajo de las casas con el rabo entre las patas. Los humanos llegaron después: descalzos, con la boca aún llena de sueño, formando un corro que creció en silencio.
—Escorias mortales —dijo él. Su voz era un acorde de cuernos rotos y vidrio molido—. Les ofrezco piedad: salgan vivos de este lugar. Mi madre yace preñada.
Un elfo flotó medio palmo sobre el suelo, como si el miedo lo hiciera más ligero.
—¿Qué tiene que ver eso con nosotros?
—Verás —Tenebrius inclinó la cabeza; el cuerno retorcido apuntó al elfo como una lanza—, esta aldea yace sobre sedimentos perfectos para cavar una cueva. Mi matriarca merece un palacio, no un agujero. Yo valoro toda vida, aunque sea inferior; por eso les concedo la gracia de partir.
El alcalde se adelantó tambaleándose; llevaba puestas las pantuflas de su esposa.
—Gran Tenebrius —su voz sonaba a taza rota—, no tenemos adónde ir. Esta tierra es nuestra piel. Si la arrancas, nosotros moriremos en el camino. ¡No somos lo suficientemente fuertes para recorrer los 500 km hasta la capital!
—No te preocupes. Al norte, a veintiséis kilómetros esquiando. Caminando despacio, llegarán en dos días a un pueblo más próspero que este. Le prometí a mi madre que no asesinaría mientras lleve dentro mi semilla.
Un niño se escabulló entre las piernas de su madre.
—Disculpa, querido señor dragón, ¿dijiste “mi semilla”? ¿Embarazaste a tu madre?
La pregunta escapó. El silencio fue tan repentino que se oyó el latido de cada corazón, sabiendo la estupidez cometida.
—Oh, mortal ignorante —Tenebrius sonrió; era una sonrisa de túneles sin salida—. La matriarca es la única hembra dragón. Se apareja con el más apto. Sí, la fecundé. Y cuando nazcan mis críos tendré el honor de alimentarlos con mi propia carne.
—¡Guácala! —exclamó el niño.
Eso bastó. El dragón bajó la cabeza con lentitud. Abrió el hocico. Dentro había oscuridad líquida. Los seis cuerpos más cercanos se elevaron lentamente, como si el aire se volviera agua. Un segundo. Dos. Después, el vacío.
Ni un grito. Solo el chasquido seco de una mandíbula cerrándose.
La plaza estalló en huida feroz. Pero era una huida extraña: nadie chillaba; corrían con la certeza de que ya estaban más que muertos. ¿Quién podría enfrentar a una de las entidades más poderosas del mundo? Nadie, y menos en un pueblo tan jodidamente pequeño.
Pero solo una figura se quedó inmóvil. Un enano. Bajo, ancho, barba entrecana. Vestía un delantal lleno de astillas. Sus ojos, dos carbones apagados, reflejaban la sombra del dragón.
—¿Tu magia puede devolver la vida? —preguntó Romanius.
Tenebrius lamió un colmillo; la saliva se llevó un trozo de tela y piel humana.
—Oh, eres un enano. Es raro ver uno. Mueren muy deprisa. Tú hueles a años de más. Pero déjame preguntarte: ¿por qué no corriste?
—Porque no tendría sentido correr de algo como tú —respondió Romanius—. Además, mataste a seis personas inocentes.
—¿Matarlos? No, no, no, yo los ASCENDÍ. Al ser devorados, van a mi núcleo, se vuelven parte de mí, parte de mi magia. Es mejor que pudrirse en este plano. No hay mejor honor que ser llevado al Valhalla de la magia. Ahora, ¿por qué preguntaste si podía revivir a los muertos?
—Pregunté por mi esposa —la voz del enano era una losa—. Matilda. Cayó contra un dragón como vos.
—Una enana valiente… y tú, un carpintero, la lloras. Sí, puedo devolverla. Un pensamiento basta. Pero ¿lo haría por ti, un enano?
—No era una enana mi esposa, pero a ti no te incumbe saber qué era —Romanius se palmeó los muslos—. No, no lo harás, pero yo te obligaré a revivirla después de que te arranque las alas y no tengas dónde huir.
Tenebrius se echó a reír; el eco rompió dos tejados. Dio un salto atrás; las garras surcaron la piedra como mantequilla. Sus escamas se encendieron con luz dorada. Dentro de su boca, estrellas diminutas giraron en espiral.
—Tu insolencia es divertida, pero pulverizaré esta aldea para dejar espacio a mi reina. Que tu cadáver sirva de señal. Ahora, muere.
Romanius se quitó la túnica. Debajo, un grimorio del tamaño de su puño, encuadernado en piel de dragón. Lo abrió con pulso firme. Murmuró, tan bajo que el dragón no oyó:
—Espero verte de nuevo, amada mía.
El rayo cayó. El mundo se volvió blanco, luego rojo. La plaza se deshizo en polvo.
Cuando el silencio volvió, Romanius estaba detrás del dragón, intacto.
—Mi turno —dijo, y corriendo embistió al dragón.
No fue un enano viejo: fue un proyectil con barba. Tenebrius alzó la pata; Romanius se deslizó bajo la garra, usando la curvatura de la costilla como rampa. Sus dedos encontraron grietas entre las escamas. Trepó. Cada vez que la bestia sacudía el cuello, él encontraba un filo, una hendidura.
Llegó al hombro. Allí, donde el hueso era una losa, golpeó. El puño sonó como yunque sobre acero. La escama se resquebrajó; la grieta se abrió como una sonrisa torcida.
Tenebrius rugió. El eco hizo caer piedras. Intentó alzar el ala; Romanius saltó, agarró el cartílago y lo partió con un giro de caderas. El ala se dobló con un chasquido que recordó ramas secas al quebrarse. El dragón giró; el enano se metió entre las costillas. Allí, donde el latido era un tambor de guerra, golpeó. Y otra vez. Cada impacto dejaba un chispeo de sangre azul que olía a tormenta.
Tenebrius se lanzó al cielo. El viento aulló. Romanius colgaba de una escama, los pies flotando. El dragón viró; el enano se impulsó hacia la nuca. Entre los cuernos, alzó el puño. El golpe hizo vibrar el cráneo. Tenebrius perdió altura; los picos se acercaban. El dragón abrió las fauces; Romanius metió la mano, agarró la lengua y tiró. El sonido fue como una tela mojada que se rasga lentamente.
Tenebrius sacudió el cuello; Romanius se deslizó, tropezó con una vértebra y aferró el cuerno anterior para no caer. El viento aulló entre ellos, un látigo vivo que intentaba arrancar al enano. El dragón viró, picó y subió de nuevo, rompiendo nubes de tormenta como si fueran simple algodón viejo.
Romanius sintió cómo su estómago se quedaba atrás. Apretó la mandíbula, subió rodando por la cresta del cuello y se plantó entre los cuernos del inmenso príncipe. El aire era tan frío que le dolía la piel. Pero eso no lo detuvo; alzó el puño con firmeza y exclamó a todo pulmón a los cuatro vientos:
—¡TOMA ESTO! —Y un puñetazo procedió a impactar a Tenebrius arriba del ojo derecho.
El cráneo de Tenebrius vibró como un terremoto. Tenebrius perdió su compostura en el aire; los picos de Rocafierra se acercaban y el impacto era inminente. En pleno aire, el dragón abrió las fauces para lanzar un rugido, pero el enano metió la mano, agarró uno de sus colmillos de nuevo y tiró, arrancándolo.
Tenebrius giró en espiral. Romanius perdió la compostura y cayó; el viento le pegó en la cara como si fueran puños de hielo. A mitad de caída, atrapó la membrana del ala izquierda, la arrugó y se impulsó hacia la columna vertebral.
—¡SUÉLTAME, ENANO DE MIERDA! —rugió el dragón; el aire vibró con energía dorada.
Romanius no soltó. Subió por la columna, agarró una vértebra y la usó como peldaño. El dragón viró de nuevo; la montaña se inclinó, se volvió vertical. El enano vio la nieve que se acercaba a velocidad mortal.
—¡Ahora! —gritó, y saltó.
Ambos cayeron. El cuerpo del dragón se estrelló contra la ladera; la nieve explotó en cristales afilados. Romanius rodó, se levantó, se sacudió la nieve. Tenebrius intentó levantarse; una pata se había doblado hacia atrás. El ala izquierda colgaba. El dragón vio su sangre caer en charcos azules que se evaporaban.
Romanius se acercó. Sacó dos guantes carmesí. Las costuras eran de escamas azules teñidas del rojo de la sangre de un dragón, recién arrancadas, recién sacadas del horno.
—Ven, gatito, te noto asustado y malherido —susurró—. Estos están hechos de tu carne. Lo suficientemente fuertes para romperte cada hueso.
Tenebrius escupió fuego violeta. Glifos aparecieron, disparando llamas que se enrollaban como serpientes. Romanius avanzó. El fuego se deslizó sobre su piel sin quemarla. Los guantes absorbieron la magia y la devolvieron con un rugido contenido.
—¿Quién eres? —balbuceó el dragón.
—Un don nadie, realmente —respondió Romanius—. ¿Pero quieres saber cómo es que te igualo?
Se arrodilló junto al cuello herido. Tenebrius respiró hondo; fue como escuchar una fragua apagándose.
—¿Recuerdas que mi esposa murió?
—Sí… Matilda… puedo revivirla. Un trato —su voz temblaba—. La traigo, me dejas partir.
—No hace falta. Te arrancaré el núcleo y lo haré yo. Pero hay un error en tu frase.
—¡No! ¡Por favor!
—Mi esposa no era ninguna “Matilda” —una pausa que cortó el aire—. Era la señorita Lady Esther.
El nombre cayó como una hoz. Tenebrius parpadeó. Lady Esther. La asesina del Primer Príncipe. La que había sembrado el caos.
—¿Eres… el esposo de…?
—Sí, mi esposa es la asesina del príncipe dragón Azmarath, tu hermano sanguíneo.
Sacó un grimorio que tenía en un bolsillo, carente de la luz mágica que antes emanaba.
—Cuando Esther cayó, el gremio me envió sus pertenencias. Esto. Un conjuro de Wish grabado por Hellsin. Mi esposa era torpe: lo dejó en el casillero. Suerte que nadie lo robó.
—Imposible… ¿un grimorio de Hellsin? Eso… explica… tu fuerza.
—El conjuro era para Esther: inmortalidad y la fuerza de Hércules durante veinte minutos. Sin embargo, ella olvidó usarlo. Al mirar sus pertenencias, lo encontré y lo usé contra ti.
Tenebrius intentó arrastrarse. La cola dejó una estela de sangre azul.
—¿Cómo, cómo es que me topé CONTIGO? ¿¡CÓMO SABRÍAS QUE VENDRÍA?!
—Porque tu madre no te envió. Fui yo quien escribió la carta. Quería que vinieras a la montaña a casa. Que reviviera a Esther y viviéramos aquí. Pero tú destrozaste todo. Supongo que tendremos que mudarnos.
Una pausa. El viento silbó entre los huesos rotos del ala.
—Ahora, cuando mueras, tomaré tu núcleo. Y Esther volverá. Y tú… serás nada más que ceniza.
Tenebrius abrió la boca una última vez, intentando decir su último insulto, pero no salió ninguna palabra. Solo un suspiro, antes de que su hocico fuera aplastado por un puñetazo directo.
Romanius se arrodilló. Con los guantes carmesí arrancó el núcleo del pecho del dragón: una esfera azul que palpitaba como un corazón atrapado. La apretó contra su pecho. Cerró los ojos.
La luz se intensificó. Esther se materializó: pelirroja, cicatrices, ojos verdes que habían visto dragones morir.
—¿Qué…? —miró alrededor—. ¿Eso… es Tenebrius? —dijo, mirando la pila de carne y huesos tirada en el suelo.
—Sí, está muerto —Romanius se limpió la sangre de las manos—. Como lo estuviste tú.
—¿Un carpintero matando a un príncipe dragón? La última vez que te vi apenas podías levantar un martillo.
—Hey, cochina, te lo puedo contar después —tomó su mano—. Ahora, busquemos otro lugar. Lejos de dragones. Cerca del mar.
—¿Sabes qué? Perfecto, después me lo cuentas —sonrió Esther.
Se alejaron tomados de la mano. En la lejanía, el bardo estaba ensayando el final de la historia que acababa de narrar:
—¡Y así, Sir Romanius, aquel simple carpintero que mató a un príncipe dragón con sus propias manos!
Mientras el show seguía, en una esquina oscura, Esther y Romanius brindaron con copas de miel.
Esther lo golpeó con el codo. Ambos rieron. Los dragones ya no eran su problema. La vida cotidiana, con sus pequeños desafíos, los esperaba.
Hey! ¿Cómo estás? Veo que estás demostrando el suficiente interés sobre mí para entrar a mi perfil, que descortés de mi parte el no haberme presentado, Mis siglas son T.A., si me conoces en la vida real, ¡comprende que esto es una medida para que cibercriminales no me rastreen! Bien, supongo que debo contarte cosas sobre mí, mm. Nací el 22 de enero de 2010, mi autor favorito es HP. Lovecraft, soy paraguayo, quiero estudiar en el extranjero, eh, ¿es difícil hablar sobre uno mismo?, ¿no crees? Me gusta el ajedrez, la oratoria me encanta, escribo desde los 14 años a escondidas, me gusta mucho la tecnología, me gusta la humanidad, y no mucho más, supongo que puedes conocerme más si lees mis ensayos, mis historias no reflejan tan bien a mi ser porque no hago self-insert. De todas maneras, ¡gracias por estar en esta página perdida por el basto internet!
No Comment! Be the first one.